Castillos de piedra.


                                              CASTILLOS DE PIEDRA.



Todos vivimos en mundos paralelos. Cada uno en el suyo, pendiente solo del suyo propio. Y como no, yo tenía que tener el típico mundo oscuro, pero no como en las películas ni nada de eso; sino como una imaginación o un recuerdo borroso. Acababa de cumplir 72 años y mi mundo había cambiado, era un mundo negro, lleno de sombras tenebrosas que no asustaban a nadie y castillos de piedra. Había tirado los espejos rompiendo a pedazos uno a uno. Se me había caído el pelo pero me había salido en las oreja y en la nariz. Estaba mucho más gordo que hace diez años y cada vez tenía que ir con más frecuencia al baño. Se me olvidaban las cosas como si no tuvieran importancia y que me pusieran gafas ya era lo que faltaba. No quería ir en silla de ruedas, ni utilizar bastón, ni siquiera que me limpiaran el culo mujeres que no conocía u hombres que ponían cara de no saber nada de la vida.
Así que me sumergí en un profundo mar de pensamientos y películas. A veces era un príncipe que rescataba a su preciosa princesa, otras veces era un tiburón blanco que acechaba todas las esquinas del océano, otras salvaba al presidente de un disparo mortal, me disfrazada de mujer para entrar en una banda de mujeres como saxofonista, me enamoraba de un galán en Casablanca… Era bastante raro como vivía todas esas historias, nunca me había sentido así. Miraba por la ventana y no veía más allá de siete metros. Se hacía un silencio del que no te cansabas nunca pero que no querías oír el murmullo de las voces. Pensaba en tirarme y la voz en mi cabeza iba a estallar como una bomba, no quería vivir, ¿o sí?
Cuando me di cuenta caía y caía y llegué a parar al mismo sitio, alcé la cabeza al cielo y me vi a mi mismo como un espejo. De repente se oían pitidos “pip-pip-pip”. Iban al mismo ritmo de mi corazón. Solo podía significar una cosa. ¿Aquella primera caída no me había matado? Abrí los ojos y allí estaba ella. ¿Acaso me volvería a querer? Era su abuelo así que supongo que sí.
La televisión estaba encendida y un montón de películas en las que había protagonizado los papeles más importantes estaban en la pantalla dándome a elegir. Me habían colocado una especie de aparato que iba conectado amí como si me dominara y dependiera de él. Dos cuerdas casi suaves ataban mis manos a la cama. Tras el cristal de la ventana de la puerta, desde la cama, vi un letrero en grande que estaba colgado de la pared que decía: “Siquiatría”.

Una gota de sudor cayó por mi frente. La miré y sonreí y otra vez esa voz en mi cabeza: Salta.

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